HELL BENT

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Las superficies arquetípicas de Straight Shooting vuelven a comparecer en  Hell Bent (1918), empezando por el personaje que encarna Harry Carey. Pero, la verdad, es que en este nuevo periplo de Cheyenne Harry nos hallamos más cerca del vitriolo -la mujer en peligro que debe ser rescatada, el villain de opereta con bigotito incluido- que de los parámetros historicistas y realistas que informaban Straight Shooting. Hay un humor más gráfico en el despliegue -igualmente estudiado, férreo- de elementos a balancear en la ecuación narrativa, más concesiones, menos densidad argumental y una explosión dinámica menos sostenida en razones que en anécdotas argumentales.
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Todo ello coadyuva a su calificación de filme menor respecto de Straight Shooting, lo que no significa que sea un título inane. Ni mucho menos. Si echamos la vista atrás y nos fijamos en los anales, Hell Bent fue saludada como una obra, otra acumulada, en la rápida progresión de ese joven cineasta que se estaba apropiando de un apellido que el amante del western venía asociando a otro nombre. Y ello tiene que ver, especialmente, en otra imaginativa y absorbente exhibición de dinamismo, la que se concreta especialmente en un largo tramo final en el que llaman tanto la atención las estudiadas composiciones visuales desde ángulos múltiples, que llegan a convertir el paisaje en un personaje (atentos a ese inmenso plano en picado), cuanto soluciones visuales de exultante plasticidad (las sombras de los jinetes recortada en el suelo: la iluminación como motivo), todo ello en deriva hacia un final en el que el blanco de la arena del desierto desmantela la acción y personajes de todo atributo, en un huis clos que, por supuesto, se resolverá in extremis.
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De Hell Bent siempre se cita el principio y el uso de un cuadro de Frederic Remington («A Misdeal») como pivote narrativo que, en una hermosa solución visual (el cuadro cobra vida), Ford utiliza para convertir el completo relato en una evocación que es, al mismo tiempo, una celebración romántica. La ironía de todo ello es que la excusa narrativa para la evocación es una carta que recibe un escritor por parte de su editor pidiéndole que no cree un héroe de una pieza, porque el público está cansado de ellos, sino con aristas. Es, por supuesto, el carismático Cheyenne Harry (Carey) quien encarne esas virtudes en balance con debilidades que manufacturan ese otra tipología de héroe. Así, el filme, ya de entrada, reivindica el valor de una plantilla propia que se maneja frente a otras fórmulas (Tom Mix?). Pero, más allá de eso,  es un instante cinematográfico hechicero, de esos capaces de servir por sí solos de contenedor de la completa mitología del género. Eso, que parece obviedad en la cita de Remington, mundialmente famoso por sus variadas descripciones de la vida en el Oeste de Estados Unidos, deviene en esa imagen en una tan respectuosa como neta transferencia de lenguaje: Ford (¡quién sino!) se apropia del legado cultural para materializarlo en el movimiento de las imágenes del cinematógrafo. Bien mirado, si Straight Shooting es el Largometraje Uno, la imagen comentada merecería precederlo, ser la Imagen Uno

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