MIS PEQUEÑOS AMORES

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El corazón joven

Nos dicen los anales que en la breve pero fértil filmografía de Jean Eustache los elementos autobiográficos, de una manera u otra, siempre estaban presentes. Negra ironía, Mis pequeños amores, este bildungsroman o relato de adolescencia que firmó en 1974, proyecto largamente acariciado pero al que no pudo dar cauce hasta la relevancia obtenida en La mamá y la puta un año antes, acabó suponiendo no su última obra tras las cámaras -aún dirigiría algunos cortometrajes y un mediometraje-, pero sí el último largometraje que nos dejó antes de su desaparición en 1981. Y además fue una obra que, a diferencia de la anterior, tuvo un estreno accidentado y no se saldó con éxito, desapareciendo del mapa durante muchos años.

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En el filme bullen muchos de los preceptos estilísticos de la nouvelle vague [y un cierto eco del filme de Truffaut Los cuatrocientos golpes (1960)] pero en la armonía expresiva, más que otra cosa, se detecta una huella más específica, la de Robert Bresson. A lo largo de cien minutos de metraje, Eustache compone un retrato de Daniel que se define absoluta y categóricamente por el trazo impresionista, un trazo que se conjuga con la urgencia y febrilidad propia de los relatos de coming of age a través de una estrategia aparentemente sencilla y a la que se le saca todo el jugo: nada de lo que se relata en imágenes queda fuera de la mirada de Daniel, el joven protagonista.

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El arco argumental cubre aproximadamente un año en la vida del joven, que se corresponde a ese momento de tránsito crucial, el paso de la infancia a la adolescencia. Ese trazado impresionista, muy esmerada selección de páginas vividas y sentimientos implicados, corresponde casi siempre a momentos cotidianos, pero esa cronología se ubica en un periodo de cambio magnificado por un traslado: el chico deja de vivir en un pueblo con su abuela y se desplaza a una ciudad de provincias para vivir con su madre, que en la infancia adivinamos que había jugado el papel de la ausencia (en términos psicoanalíticos: la presencia de la ausencia), y el novio de ésta. Ese ir a vivir a la ciudad, y el hecho de que la madre le obligue a trabajar en lugar de continuar sus estudios, marca indefectiblemente ese tránsito vital, pues, de algún modo poco velado, Daniel pasa de las reglas de los juegos de niños al entorno de los jóvenes que se alejan de la infancia no sólo por razones de crecimiento físico, sino por la experiencia en un ámbito adulto, en el caso de Daniel el taller en el que trabaja como ayudante y el bareto cuya terraza sirve de punto de encuentro con otros chicos, la mayoría de mayor edad, en situación personal-laboral semejante.

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La mirada de Daniel, el todo narrativo, se llena de color, en una labor excelente de Néstor Almendros en las antípodas de la que caracterizó la obra precedente de Eustache, y que se dirime entre la luminosidad que dora inmensidades (a menudo verdes) en exteriores y la penumbra o claroscuro como réplica visual de lo anímico en unos interiores en los que la mirada/pensamiento/sentimiento de Daniel se llena de miedo o pesar -las lacónicas conversaciones con esa madre ausente y, posiblemente, alcoholizada- o, en el otro extremo de la experiencia -la oscuridad de la sala de un cine-, misterio y expectación. Y esa definición externa extrema la ambivalencia de sentimientos que definen el paso a la edad adulta, los subibajas sentimentales, la concupiscencia, el hastío o los accesos de melancolía.

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En la férrea partitura de Eustache, esa constante apariencia de no estar pasando nada en realidad lo desentraña todo con absoluta clarividencia, siguiendo, insisto, la técnica de Bresson: la implosiva. Daniel observa, se muestra impasible, y la cámara deja que sus primeros planos a veces nos devoren y otras, en cambio, un plano general lo enfrente como un borrón al paisaje en el que se enmarca. Pero en esas idas y venidas, el espectador recoge el fruto tanto de la evocación concreta como de aspectos abstractos, lugares comunes de una bildungsroman porque acumulan verdades que cualquiera puede reconocer según su propia experiencia: esa cierta sensación de exilio o pérdida de la propia Atlántida en el viaje a la ciudad, que el regreso a la campiña en el cierre desvelará que ya no tiene marcha atrás; la absoluta carencia de ternura que desarma al chico al enfrentarse a la experiencia individual y el despertar sexual como fuente de una réplica o recompensa; el ansia por aprender, la curiosidad e incluso el embelesamiento, a veces el desconcierto en el aprendizaje de los códigos de conducta adultos; y ese gramo de valentía o locura que agita el corazón joven.

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