CONVICTED (DRAMA EN PRESIDIO)

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Convicted

Director: Henry Levin

Guión: William Bowers, Fred Niblo Jr., Seton I. Miller, según una obra de Martin Flavin

Música: George Duning

Fotografía: Burnett Guffey en B/N

Reparto: Glenn Ford, Broderick Crawford, Millard Mitchell, Dorothy Malone, Carl Benton Reid, Frank Faylen, Will Geer, Martha Stewart, Henry O’Neill, Douglas Kennedy, Roland Winters, Ed Begley, Wilton Graff

Columbia Pictures. EEUU. 1950. 91 minutos

 

Con la publicación de Convicted (Drama en presidio) dentro de su colección “Los Esenciales del cine negro”, Absolute continúa su encomiable tarea de rescatar títulos poco conocidos o directamente invisibles del cine americano del periodo dorado de los estudios de Hollywood, en este caso centrados en cine policiaco, thriller y de suspense. En el caso de la película de Henry Levin, aunque conoció su estreno en España en 1954 con el título Drama en presidio, se trata de un oportuno rescate, pues es una obra poco conocida y que constituye un exponente interesante de la corriente de cine sobre lo penitenciario que proliferó, dentro de los amplios márgenes del noir, en los años cincuenta del siglo pasado.

 Leyes penales, códigos penitenciarios

El hecho de que Convicted, que Henry Levin filma para la Columbia en 1950, suponga una tercera versión de la misma stage play de Martin Flavin, tras The Criminal Code (Howard Hawks, 1932) y Penitentiary (John Brahm, 1938) –de hecho, en diversos foros se cita Convicted como un remake del título de Brahm–, nos sirve para establecer un puente sobre la temática abordada en estas tres películas, el cine carcelario o sobre lo carcelario, que vivió a principios de los años treinta –durante el periodo seminal de lo que después se llamaría el cine negro– una primera corriente de títulos, entre los que probablemente destaquen Soy un fugitivo (Mervyn LeRoy, 1932) y Veinte mil años en Sing Sing (Michael Curtiz, 1933), y una segunda ya en el periodo de maduración del noir, cuando ya se habían replanteado los esquemas del cine de gángsters y el procedural, o policiaco de vis documental, había dejado una fuerte impronta en el género en el segundo lustro de los años cuarenta. De tal modo, Convicted sería de los primeros de entre una retahíla de títulos que a lo largo de los años cincuenta del siglo pasado iban a detenerse en esta temática, obras como Sin remisión (John Cromwell, 1950), My Six Convicts (Hugo Fregonese, 1952), Riot in Cell Block II (Don Siegel, 1954) o Girls in Prison (Edward L. Cahn, 1956), a las que más adelante podríamos añadir filmes de clara denuncia sobre la pena de muerte, caso de ¡Quiero vivir! (Robert Wise, 1958) o Silla eléctrica para ocho hombres (Howard W. Koch, 1959).

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A la luz de estas definiciones y tránsitos genéricos, en el guion de Convicted se aprecia la progresiva renuncia a incidir en el elemento abstracto definitorio de la temática carcelaria (la sempiterna metáfora de la reclusión como expresión de una angustia vital o deriva existencial) para ir subrayando, desde diversas estrategias, el elemento de radiografía de vis naturalista y trasfondo social: la historia de Joe Hufford (Glenn Ford), encarcelado por homicidio imprudente tras una reyerta en un bar en el que su contrincante sufrió una mala caída de la que no se recuperó, no deja de ser un retrato de las asimetrías e imperfecciones del sistema legal y penal, que en su segunda mitad de metraje también se centra en las dificultades de  reinserción, a través del relato de las expectativas de Hufford a las puertas de su excarcelación, momento en el que debe lidiar con los estigmas asociados a una vida fuera de la sociedad, con otros códigos de conducta –donde la dignidad se halla por supuesto en un estadio inferior– y de honor.

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Que el protagonismo del relato se divida netamente entre Hufford, el preso, y un fiscal después convertido en alcaide de la penitenciaría donde aquél cumple condena, George Knowland (Broderick Crawford), ya nos indica ese punto de equilibrio en el que basculan las proposiciones del relato. Pero se hacen más evidente sus intenciones de alegato social (titubeante, eso sí, para ser considerado left wing) si prestamos atención al hecho de que uno y otro personaje no se hallan enfrentados, antes bien separados por un sistema punitivo que el mismo experto Knowland considera injusto, convirtiéndose para él Hufford en un cargo de conciencia, alguien que merece toda la ayuda que se le preste, todo ello en un contexto más amplio en el que los reclusos nunca son contemplados por su peligrosidad (bien al contrario, el relato introduce cierta sorna al respecto: el cocinero del nuevo alcaide fue condenado por envenenar a su esposa, o el barbero que le afeita con una navaja cumple condena por haber degollado a alguien, lo que se utiliza con intenciones risibles,…), sino como parias sociales, tipos derrotados por inclementes circunstancias de un pasado que no deja de hallarse ya muy lejos del presente que se retrata.

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La película se centra en sus primeros minutos en una sucinta presentación de los elementos de la trama, para progresar hasta superada la mitad de su ajustado metraje centrando los términos en lo descriptivo del día a día en la prisión, pero no sólo en lo que atañe a Hufford (en realidad breves secuencias de diálogo, y el recurso característico a los montajes de transición que van rindiendo cuentas del paso del tiempo), sino también en lo que tiene que ver con lo que sucede al otro lado de las rejas: el antiguo fiscal, Knowland, pasa a ser alcaide, y pretende introducir nuevos aires, renovar el funcionamiento del penal y las relaciones entre funcionarios y reclusos (llamativamente, no conocemos al predecesor de Knowland en el cargo, y quien representa esa anticuada forma de hacer las cosas es directamente el capitán carcelero, Douglas (Carl Benton Reid), en uno de muchos detalles simbólicos que trufan el discurso).

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En la segunda mitad del metraje, al introducir en el relato una comparsa femenina a Hufford –nada menos que la hija de Knowland (Dorothy Malone), a la que el primero sirve como chófer–, parece que el filme está llamado a incurrir en una coda más convencional para narrar la anunciada redención que aguarda al protagonista bajo la coartada de una relación sentimental en ciernes. Pero esa coda se interrumpe, en absoluto beneficio del relato, en un tenso clímax que narra el contubernio para asesinar a uno de los reclusos (Ponti, Frank Faylen), por su condición de chivato, y el papel que en el mismo le toca correr a Hufford, reeditando el mismo sentido de la inoportunidad del inicio (hallarse en el lugar inapropiado en el momento inapropiado) para que el relato pueda corolar los conflictos al inicio planteados, exacerbándolos: Knowland sabe que Hufford no es culpable, pero no consigue arrancarle una confesión sobre quién mató a Ponti; y ese silencio pone en severo peligro su porvenir, ya que le convierte en principal sospechoso. De tal modo, tanto Knowland como Hufford deben enfrentarse a sus convicciones, por mucho que las defiendan con uñas y dientes cuando se carean el uno con el otro.

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Henry Levin, en su labor tras las cámaras, se responsabiliza de la sabia gestión de los elementos de la trama que condensan su discurso, una focalización dramática atenta que termina dando sus frutos en los últimos compases del filme, donde lo expositivo del conjunto termina de despejar la incógnita de unas conclusiones  que no por conciliadoras dejan de resultar lúcidas en su análisis de una cuestión social ciertamente espinosa. Levin se forjó en el mundo del teatro, y quizá por ello sintoniza a la perfección con un material, el de Martin Flavin, de la misma procedencia: Convicted no se caracteriza por grandes alardes escenográficos, pero sí por la sobriedad expositiva y por la prioridad en lo introspectivo, en la dirección de actores y en la planificación y montaje de las secuencias de diálogo, que es donde se condensa ese meollo discursivo. El dueto protagonista ofrece también un aliciente de interés al filme. Glenn Ford, que nunca se contó entre mis actores predilectos, está aquí perfectamente ajustado en un papel que, a pesar de su enunciado, demanda carga implosiva y no estridencia interpretativa: Ford se muestra siempre contenido, ofrece un mirar taciturno, un contemplar la nada o moverse lentamente sabiendo que no tiene un lugar adonde ir, un estar marcado por lo pasivo que evidencia su condición de víctima, estoica en lo posible. Broderick Crawford, por contra, ofrece un recital de lo exuberante: impone su planta, reclama su presencia en pantalla, se mueve con paso tan firme como habla y gesticula, y se apropia de lo extrovertido del mismo modo que su comparsa acumula lo introspectivo. Sin duda que el bagaje de Levin en el teatro también coadyuva al interés de ese contraste desde lo interpretativo,  enriquecedor para las dualidades que maneja el filme de principio a fin.

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