LA COMEDIA SEXUAL DE UNA NOCHE DE VERANO

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A MidsummerNight’s Sex Comedy

Magia, campiña y traumas allenianos

 Principios de los ochenta. Un Allen pletórico en la búsqueda de su imaginario creativo. Quizá la ebullición llegará un poco más tarde, y aquí las inercias pasan por los tributos a los maestros. Pero el cineasta ya se había consagrado como avezado, moderno y brillante analista de las relaciones sentimentales en Annie Hall (1977), y se había doctorado en la ulterior Manhattan (1979). Entre una y otra había aparecido la huella de Ingmar Bergman en Interiores (1978), y aún menos indisimulada la de Fellini en el particular 8 y medio que se tributó el cineasta, Recuerdos (1980). Bergman reaparece con fuerza en la obra que nos ocupa, que de hecho remeda incluso un celebrado título del cineasta sueco, Sonrisas de una noche de verano, y a su vez, como Bergman, la comedia de Shakespeare. Como el director de Farö, el neoyorquino recurre a extractos de las partituras que Felix Mendelssohn consagró al Sueño de una noche de verano, lo que refuerza esa sensación de traslación al imaginario propio de improntas narrativas universales. Es cierto que Allen bebe aquí a tragos largos de Bergman, pero no lo es menos que la perspectiva del tiempo nos indica que, a diferencia de los ciertos corsés o complejos patentes en Interiores, en esta Comedia sexual de una noche de verano el material está bien interiorizado y encajado a los intereses que Allen prioriza, que campa a sus anchas una idiosincrasia propia. Y los resultados son estimulantes; por momentos, brillantes.

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Precisamente entre los sueños, las sonrisas y el acervo sexual progresa este inteligente sampleado alleniano. El cineasta relata el encuentro de tres parejas en la campiña. La acción tiene lugar a principios del siglo pasado, lo que le sirve al guionista y director para enfatizar algunos aspectos que intelectualizan el drama (el conflicto entre lo racional y lo inexplicable) o que elevan, con gracia, la temperatura etérea que pretende insuflar al relato: principalmente, esa condición de inventor algo alocado del personaje encarnado por el propio Allen, y los útiles quiméricos que imagina, uno de los cuales, la bola caza-espíritus, que funciona como suerte de catalizador de las pulsiones sexuales liberadas que el filme pone en solfa.

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En el ágil esbozo alleniano, las descripciones tipológicas y los conflictos quedan rápidamente perfiladas, de modo que ochenta y cinco minutos le resultan más que suficientes para desarrollar el relato con convicción, suma habilidad y esa perspicacia analítica que le define como maestro. A través de los avatares, encuentros y desencuentros de esos tres hombres y mujeres, la película zanja una aguda glosa de la neurosis sentimental y sexual, de los devaneos nunca bien resueltos entre el romanticismo, la nostalgia por ideales perdidos y la insatisfacción. Da igual que los personajes comparezcan en un espacio bucólico de principios de siglo: podrían perfectamente estar en danza por Manhattan: como decía, Allen lleva la partitura universal sobre los cortocircuitos sentimentales a su terreno. Pero, y ese es el elemento peculiar, lo que define el lugar que el filme merece en su filmografía, utiliza ese entorno campestre, esa fuga de la ciudad, ese retiro veraniego entre amigos, para articular un dispositivo basado en lo liviano, en el desenfado, en la coda simpática, a veces hilarante –un sentido de la comedia y del gag que las obras anteriores de Allen habían ido abandonando progresivamente–, que no por ello deja de resultar una óptima caja de resonancia anímica de los conflictos, severamente dramáticos, que el argumento va desgranando.

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Y en ese resorte sobre el tono, sobreimpresionado al elemento del contacto con la naturaleza, cobra importancia el elemento de lo misterioso, de lo mágico e inexplicable, que Allen utiliza para jugar a encauzar tesis sobre esos temas que, inevitablemente –al menos en su imaginario, tan y tan extenso sobre el tema de las relaciones sentimentales– siempre queda inconcluso. De ahí que algunas de las imágenes más llamativas de la película tengan que ver con esas proyecciones de la bola mágica, las figuras de dos amantes que se encontraron en el mismo lugar el año anterior que se perfilan en la oscuridad, las sombras impresionadas en la pared o, incluso, esos haces de luz-espíritus que dirimen el baile final, el remate de la comedia sexual veraniega según Allen. La magia, lo arcano e inexplicable, es a menudo un desengrasante en la narrativa del autor: las citas son innumerables, de Alice (1990) a Magia a la luz de la luna (2014), de su episodio en Historias de Nueva York (1989) a Midnight in Paris (2011), o deLa rosa púrpura del Cairo(1985) a La maldición del escorpión de Jade (2001)… Pero, junto a ello, la contemplación atenta de la película que nos ocupa también nos descubre un Allen gustoso por trabajar lo dramático según las herramientas convencionales, ello a través de una puesta en escena en la que los movimientos de los actores en el espacio escenográfico revelan el determinado angstque atesoran. En ese sentido resulta interesante el contraste que el cineasta plantea entre las secuencias en interiores, cuyos movimientos de cámara o estrategias con el fuera de campo subrayan el modo en que los personajes están esclavizados por sus propios sentimientos (o, a menudo, entelequias y mentiras), y aquellas otras filmadas en exteriores, espacios abiertos, luminosos, donde tiene lugar la reunión (la coralidad de los personajes en un solo plano) o la elucubración dramática sin filtros (la expresión de los deseos, las confesiones).

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