DESAFÍO EN LA CIUDAD MUERTA

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Ajuste de cuentas

Se ubica en la filmografía western de Sturges en el periodo de mayor brillantez, un año después de Duelo de titanes (1957) y dos antes de la celebérrima Los siete magníficos (1960). Pero el parentesco más íntimo lo hallamos con la también muy cercana, y también extraordinaria, El último tren de Gun Hill (1959), obra en muchos sentidos complementaria a la que nos ocupa. Desafío en la ciudad muerta, el título español evoca lo metafórico del clímax, aunque esa miga alusiva se totaliza en el título original, The Law and Jake Wade, pues la miga del relato tiene que ver con la problemática relación que el curtido héroe al que encarna Robert Taylor establece con eso que damos en llamar «la ley». Una problemática evidenciada desde el mismo arranque, cuando, tras verlo cruzar el páramo para liberar de la prisión a su amigo Clint Hollister (Richard Widmark), lo vemos, de regreso a su pueblo, asumiendo funciones de alguacil. Hay una paradoja, un cortocircuito evidente, en ese doble rol del personaje, que es la pugna entre el pasado y el presente, entre la vida de outlaw que se quiere dejar atrás y la de estos otros tiempos: así se evidencia en la tirante conversación que mantiene con Clint tras liberarlo, y  poco después se ratifica en esa cerrazón o silencio que le receta a su prometida, Peggy (Patricia Owens), tras proponerle abandonar el lugar donde se hallan para empezar de cero en otro, muy lejos de allí, en una de esas propuestas de run for cover del western que siempre se revelan imposibles. En una hábil elucubración del guion de William Bowers, la secuencia del arranque se repetirá poco después cambiando las piezas: ahora es Clint quien asalta las dependencias del alguacil, y Jake, el vigilante que resulta asaltado.

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Estamos en pleno periodo crítico, psicológico y metanarrativo del género, cerca de obras como Man of the West (Anthony Mann, 1958) y Day of the Outlaw (André De Toth, 1959), títulos que cito por sus semejanzas en el manejo, argumental (la primera) y formal (la segunda), de las abstracciones por parte de Sturges. El planteamiento y citado cortocircuito es poroso y nos ofrece una lectura metanarrativa, reflexiva del género: ¿por qué Jake libera a Clint, si sabe que ello pondrá en peligro su nueva vida? Por razones de honor, por supuesto: le debía la vida a su antiguo amigo, y está dispuesto a pagar el precio, incluso, de ese acto retributivo con aquél que es, a la vez, reprochable desde la legalidad (pues Clint estaba preso y esperando la horca por un delito cometido). Clint, en una carismática, muy física, brillante composición de Widmark es la llama que aún prende de ese pasado de outlaw de Wade; es, podemos decir, su fantasma, al que tiene que aniquilar de forma traumática, según las reglas del pasado, para merecer el presente. Ese es el destilado del concepto del honor sobre el que se sostienen los dilemas de la película, y ese viaje (mental, intuitivo) a lo catárquico es lo que en definitiva nos cuenta Desafío en la ciudad muerta.

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La ambigüedad que se afianza en la pose impertérrita de Taylor avanza en ese camino, no sabemos si a alguna parte, que se dirime en el íter físico del relato, ambigüedad de uno que va pareja a la convicción y autosuficiencia que demuestra el otro, su antiguo partner Clint, quien, a pesar de su talante malcarado y expeditivo, demuestra en diversas ocasiones el hecho de participar de un código (para reivindicar su liderazgo; para salvar la relación cada vez más difícil con sus secuaces; e, incluso, cuando los indios atacan, para salvarle la vida a Jake). La crispación entre ambos personajes, hecha de palabras, pero también de gestos, de miradas, de silencios, van dándole enjundia y complejidad a esta historia de una vieja amistad maltratada, cuyos pespuntes van mucho más allá de lo obvio, e irán empañando la mirada cansada de alguno de los partners de Clint (Ortero, Robert Middleton) y la neutralidad en dos direcciones (el ingenuo que encarna Peggy; el del joven outlaw al que da vida Henry Silva), caracterizaciones a la postre menos dramáticas que alegóricas, atraídas por el conflicto, medular y filosófico, que la tensión entre Jake y Clint escenifican.

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En el dominio de lo telúrico, de los sentidos de un paisaje y una orografía del terreno, Sturges también maneja de forma diestra esa deriva catárquica que dirime el relato, siendo capaz de transfigurar esa inmensidad y belleza de las Rocky Mountains en un no-paisaje terroso y azulado, en un lugar agreste y laberíntico que supera las fuerzas y voluntad del hombre en conflicto: Clint espera tranquilamente a Jake y a Peggy en la salida del desfiladero donde han tratado de escapar, como hacen los fantasmas imposibilitando la huida de quienes tratan de huir de ellos, recordándoles que no es en la huida física donde se hallará la redención. Clint, y Jake con él, esperan dirigirse al corazón de ese pasado que ya no existe, escenificado de forma memorable en esa ghost town aludida en el título en español, donde aún hay tiempo de jugar a ser héroes en un western de otros tiempos (el episodio del asalto de los comanches) antes de afrontar el ajuste de cuentas final, que tiene que ver con un botín muerto, enterrado en algo tan hiperbólico como un cementerio de una ciudad muerta, y que desvelará su simbología de forma coherente y brillante: en lugar de dinero, en esas alforjas enterradas hay… un revólver; y no funciona, ya no dispara, pero le sirve a Jake para desarmar a su íntimo enemigo y, ya en paridad, resolver la cuestión como correspondía en el pasado, en un duelo solitario. La superficie amable de la conclusión del relato no lleva a engaños: a renglón seguido de la idea del orden que se impone a la barbarie, y aún sin subrayados crepusculares (Ride the High Country, Sam Peckinpah, 1962), queda el panegírico por esa amistad perdida: las contradicciones que hacen del western un territorio (dramático, metafórico, ideológico) tan apasionante.

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